José María García Márquez y Miguel Guardado pidieron en 2009 un expediente de un cabo, de 1937, al Ministerio del Interior y lo que les mandaron a casa fue a una pareja de la Guardia Civil...
KAOSENLARED - Olivia Carvallar
“¿Y esto para qué? ¿Para qué quieren ahora unos papeles del 37?”, cuenta Guardado que preguntaron los agentes, uniformados de los pies a la cabeza. Ambos historiadores investigaban la represión del franquismo en Morón de la Frontera (Sevilla), un estudio culminado ahora en el libro Morón: Consumatum est (Planta Baja).
Los agentes les entregaron el expediente pero sin la sentencia que debía acompañarlo: “Volvimos a pedirla y nos pasó lo mismo: ‘¿Y esto para qué?”, explican. Finalmente, aseguran, les entregaron el documento con tachones de tippex sobre los nombres de otros oficiales que consideraron debían quedar ocultos. “A nosotros nos mandan a la Guardia Civil y a Garzón lo sientan en el banquillo. Es lo mismo. A todo el que quiera aclarar la verdad, lo intentan amedrentar. Ojo, que os estamos vigilando”, señalan.
El libro que acaban de escribir radiografía desde un caso concreto, el de Morón, lo que fue el franquismo y sus consecuencias, simbolizadas en la actualidad en el proceso a Garzón. Los autores se refieren, por ejemplo, a la obsesión del franquismo por borrar las pruebas de su masacre. En Morón, de los centenares de asesinatos cometidos en 1936 por los sublevados, sólo fue inscrita ese año una defunción en el registro civil: la de Diego Orta, que se había “suicidado” en el cuartel de Falange. “Por el contrario sus víctimas fueron registradas todas”, denuncia el libro, cuyo título se refiere a las palabras de Queipo de Llano: “En cuanto a Morón, consumatum est. Se ha hecho un escarmiento, que supongo impresionará a los pueblos que aún tienen la estulticia de creer en el marxismo”.
«La batalla de la memoria la ha ganado Franco», concluyen
El problema de este país, lamenta García Márquez, es que el franquismo implicó a miles de personas. “Cuando cayó el muro de Berlín, los ciudadanos pudieron ver los archivos de la Stasi y descubrir que millones de alemanes fueron confidentes. Aquí, la gente se asustaría de las miles de personas que ayudaron al régimen. Por eso no hay interés en que se descubra la verdad”, añade el historiador. Entre ellos, los propios jueces: “Hay apellidos gloriosos en la judicatura que estaban actuando como jueces militares entonces, y eso está borrado de sus biografías; muchas veces incluso aplicando el garrote vil sin una sola prueba”, concluye.
Todo ese férreo telón unido a la dificultad para acceder a los archivos militares, obliga a escribir la historia desde abajo, llamando casa por casa, buscando a los familiares, a veces escondidos tras las persianas, hablando con la “voz bajita” por el miedo que, 75 años después, aún circula. “En este país hay mucha historia de vagos, que no se molestan en ir a los archivos y sólo miran el de la Causa General, que sí está en internet; los de la represión siguen desaparecidos”, denuncian los autores. “¿Quién salvaguarda el honor de esos nombres que todo el mundo puede ver en la Causa General? Tú hablas mal sin pruebas de los golpistas y no tardan ni dos días en ponerte delante de un juez”, añaden.
El libro pretende demostrar, además, que la represión fue militar: “Fue amparada, dirigida y organizada por el Ejército. Siempre se ha querido lavar eso y descargar culpas sobre los falangistas, pero estos siguieron las órdenes del Ejército, no fue una guerra entre hermanos”, afirma García Márquez. La obra también desmonta que hubiera una cruzada contra la religión católica. Según Guardado, de los 12 sacerdotes y decenas de monjas que había en el pueblo, dos salesianos murieron, ambos beatificados. “Se les detuvo por sus simpatías hacia los sublevados, no por sus creencias. Y no fueron fusilados. Murieron en un tiroteo provocado por el teniente de la Guardia Civil. Además, uno de ellos, José Blanco, disparó ardorosamente contra los obreros desde el cuartel”, añade.
Lenguaje específico
Cada expediente revisado, según los historiadores, pone también de manifiesto el uso específico de un lenguaje por parte de los sublevados: “Ellos fusilaban, los rojos asesinaban; ellos confiscaban, los rojos saqueaban”. Y critican que aún siga habiendo reticencias a llamar a los crímenes del franquismo por su nombre: “genocidio”. O el empeño de la derecha en olvidar a estas víctimas: “En Morón ha habido tiempo hasta de nombrar alcaldesa perpetua a dos vírgenes, pero no se ha reconocido a estas víctimas; aunque no me extraña, porque el rey tampoco ha tenido tiempo de arrodillarse en una cuneta, delante de una fosa”, denuncia García Márquez, que se pregunta, además, qué diferencia hay entre Miguel Ángel Blanco, asesinado por los terroristas de ETA, y cualquier civil asesinado por los franquistas.
Guardado pone el ejemplo de Rodolfo Rodríguez, un hombre de 80 años que aún llora por su familia, sin ningún reconocimiento. Mataron a su padre y a un hermano. Y a su hermana Águeda, conocida como Miss Morón, le conmutaron la pena de muerte por la reclusión perpetua. Para poder condenarla se basaron en mentiras –“la presentaban como líder de la crueldad”– y desecharon los testimonios que la defendían, entre ellos el de una monja. Además de la represión hacia las mujeres, Águeda simboliza la necesidad de inventarse mitos para alimentar la venganza y el rencor, según los autores. “La transición ha sido una estafa en este sentido. La batalla de la memoria la ganó Franco”, concluyen.
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